viernes, 10 de diciembre de 2010

NADA NUEVO

Esto va dirigido, principalmente, a Aído, la "miembra" ahora oscurecida, pero recordada, y a su jefa, la Leire que también se las trae, y a la flaca olvidada, Fernández de la Vega e, incluso, a la ministra de Asuntos Exteriores que tan simpáticamente se ríe de continuo. A todas ellas, mujeres progresistas, estériles ellas, que tanto aplauden a todos los adelantos de la "modernidad". Se lo cuento para que vean que el progresismo que avalan e impulsan en cuanto a la aceptación de todo tipo de libertad sexual no es de ahora, que les ganaban allá, en el siglo octavo y noveno en la Córdoba de los emires. Allí sí había libertad sexual, al menos entre los moros, minoría dominante que no tuvo que salir del armario porque llegaron de las arideces africanas más de un siglo antes, ya salidos y libres. Nos lo cuentan las crónicas árabes que Dozy desvela. Un ejemplo a cargo de un tal Motamid, hombrón, es un decir, moro que quiso agasajar a su amigo Ben-Amar con una cena "y cuando se retiraron los demás comensales, le rogó que se quedara y se acostase con él" Y "el visir cedió" como no podía ser de otra manera.

Pero el colmo de la liberalidad y de la comprensión sobrevino cuando Motamid, después de confesarle a Ben-Amar sin rubor, hace ya la friolera de doce siglos, que él era "su alma y su vida, mientras "paseábanse una tarde" por "la Pradera de Plata" que estaba, al parecer, por la ribera del río, le propuso, porque ambos también amaban a la poesía, que añadiera un verso a este que improvisó Motamid:

"La brisa convierte al río
en una cota de malla..."

Pero su novio, llamémosle así ya que entonces no existía el matrimonio homosexual, -la perfección es difícil de alcanzar y además entonces no era necesario- "no encontró respuesta inmediata" y he aquí que "una muchacha del pueblo" que oyó la propuesta, exclamó:

"Mejor cota nos se halla
como la congele el frío".

Con lo que, con esto tan solo, Motamid quedó prendado de la chica, (que una cosa no quita la otra) y, al momento, ordenó a un eunuco -eso es eficacia- que llevara a Itimad -así se llamaba la muchcha- al palacio donde la elevó a la categoría de princesa, haciéndola su favorita, lo que no enfadó a Ben-Amar que siguió recibiendo, a la vez, muestras del arrebatado amor que le profesaba su moro preferido. "Mi anhelo en cada instante, es estar a tu lado" le dijo, lo que no era óbice para que se dirigiese también a Itimad, la princesa, anunciándola que "pronto iré a verte, siempre que lo quiera Alá y Ben-Amar". Los dos, claro, Ben-Amar y Alá que quien manda manda.

Ese era el panorama en aquella Córdoba en la que los españoles, sus habitantes que todavía en aquel siglo solo hablaban la lengua romance, se vieron asimilados por la minoría musulmana convirtiéndose, porque les facilitaba la vida, en los llamados muladíes que, con el tiempo, en tantos casos, olvidaron su origen y quedaron mezclados entre los moros expulsados de España, que se llevaban con ellos tanta libertad de elección.

Doce siglos hemos tardado en que alguien como la Aído y sus compinches, llegaran y, con su esfuerzo, se comenzara a instalar de nuevo, desmitificando toda intimidad y desfigurando en lo posible el sentido de familia, aunque se llegue a un batiburrillo tal en que lo íntimo pase casi a hacerse público, sin rubor alguno.

Con todo vemos que aunque se diga que "los tiempos cambian que es una barbaridad", conociendo lo que ocurría hace mil doscientos años, se comprende fácilmente que resulta más acertada la frase que asegura que "no hay nada nuevo bajo el sol".

Así que a la miembra, desde aquí, no cabe más que llamarla ¡copiona!.

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