La Naturaleza se defiende a su manera, defiende a sus habitantes, a nosotros incluso, a todos los seres vivientes. Me entero ahora de como, por ejemplo las mangostas, por su interés claro está, favorecen al enorme facocero tan incapaz a causa de sus enormes colmillos que como cuernos se le acercan casi a los ojos, de lavarse siquiera como los gatos. Las mangostas encaramándose en grupo por su gran corpachón le limpian y acaban con los parásitos que en él se depositan. El monatí, otro ejemplo, mamífero como es se pone a flotar en el agua para que los peces, un ejército, le limpien la espalda. Hasta la jirafa permite que los pájaros le recorran el cuello y la cabeza para que efectuen su labor de limpieza. Incluso la temible morena facilita, abriendo la boca lo suficiente, que un camarón, su alimento preferido nada menos, se adentre en tan gran cavidaz para, con destreza, le deje limpios los dientes. Y no se traga al camarón, permite que de un salto salga de tan oscura cueva una vez que ha cumplido con su trabajo.
La Naturaleza es sabia y los llamados animales irracionales se aprovechan de su sabiduría. Los hombres no tanto, exigimos demasiado. Bien es verdad que existe la homeopatía, un intento de librarnos de los fallos que nos acechan imitando o aprovechándonos de lo que la Naturaleza nos brinda. Pero no lo consideramos suficiente y con la química a nuestro servicio hemos inventado las medicinas con las que en tantos casos conseguimos alargar nuestra estancia en este llamado valle de lágrimas del que no queremos salir.
Con las medicinas nos enfrentamos a los mandatos de la Naturaleza y tantas veces se la vence, aunque ella, tan paciente, sin alterarse sigue su curso. Sabe que su ley se cumplirá. Como el río desviado que con el tiempo, dicen que vuelve a su cauce natural. Ahí está la gran verdad que asusta: la muerte es imprescindible. ¿Y la vida? La vida es imprevisible, acontece o no, viene del secreto del silencio en el que no podemos brujulear. Pero olvidamos que con la muerte se abre espacio para nuevas vidas y se alcanza el equilibrio de las especies, algo que los hombres reconocemos en las demás, pero que olvidamos cuando pensamos en la nuestra de hombres.
Sin embargo, ahora tenemos aquí en nuestra dura realidad nacional, un problema que en gran parte arranca de nuestra subversión contra lo natural. En nuestra lucha por retrasar lo inevitable, alargamos tanto la esperanza, quiero decir la vida que hemos llegado a no saber que hacer con tantas vidas amontonadas, improductivas, digámoslo con rudeza con tantos viejos. Y surgen los problemas tan notorios en tiempos de vacas flacas como el que sufrimos en el que abundan las discusiones sobre como solucionar el problema de su amontonamiento y su subsistencia. Las dichosas pensiones tan imprescindibles.
Llegados a este punto nos quedan, claro, las ilusiones con la que, a veces, intentamos alargar el horizonte y esbozar la sonrisa que trae la esperanza, un estado de ánimo este con el que de forma muy natural se nos presenta como posible lo que deseamos.
domingo, 16 de enero de 2011
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