Cincuenta años son muchos años para casi todo y más para una revolución que, al cabo, se convierte en una costumbre. Tal la de Cuba que anda ahora de cumpleaños, exhausta, acabada o acabándose como su creador el gallego Fidel, el que a tantos quiso engañar, el revolucionario de la voz hueca inacabable que ya, en 1952 desde su programa de radio, conseguía soliviantar algunos ánimos en aquella Cuba de Fulgencio Batista. El sargento golpista que sí prohibió los partidos políticos en la Isla, pero no acabó con el ardor político de los cubanos que casi atronaba el ambiente, de tal forma que al español que entonces llegaba a Cuba, acostumbrado a la dura censura que sufría la España de aquellos años, parecía que se adentraba en el país de la libertad.
Contra esa dictadura, la de Batista que preparaba al país para llevarlo, se decía, a unas elecciones libres, contra esa Cuba entonces pujante, Fidel Castro se levantó y se fue a Sierra Maestra, se dejó la barba él y los suyos, y con unas medallas al cuello pretendió y en tantos casos consiguió, engañar a muchos. Quería Fidel, según dijo entonces, volver a la democracia con la Constitución de 1930. No contaba (si es que fue verdad esa idea en algún momento) con los imponderables y con la influencia de gente como el Che Guevara, revolucionario y asmático personaje elevado a los altares del izquierdismo más intolerante.
Luchó Castro y los suyos contra el Gobierno establecido que, según un gran periodista español de entonces, contaba con muchos hombres, pero con pocos soldados. A pesar de esto, Castro no se valió del heroismo sólo y de la entrega, sino también de la astucia y el terror a veces más eficaz que el combate declarado. Castro, sin duda, hubiera vencido también con las armas, pero su victoria la consiguió (y de esto no se habla) en el frente azucarero al que, como otros que nos toca más de cerca, exigió el impuesto revolucionario. Los azucareros, entonces, presionaron a Batista obstaculizando con ello cualquier defensa o la búsqueda de alguna solución política. La zafra mandaba. No podía perderse pues era vital para el país y Batista tuvo que irse, eso sí eligiendo bien el destino: a su familia la envió a Miami con las alforjas bien llenas, que la familia es lo primero. Y él se fue a Santo Domingo donde todavía gobernaba un Trujillo hermano de Rafael Leónidas, el Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva como se titulaba el humilde general.
Así fue la victoria de Fidel, lo demás ha sido parafernalia. Mientras el país, tan empobrecido, a la espera de que la revolución le de un respiro.
martes, 30 de diciembre de 2008
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