Hasta los alcaldes le pueden amargar a uno la vida de vez en cuando. No ya sólo la suegra para algunos, o el vecino ruidoso de arriba, o el jefe demasiado exigente, o incluso el empleado insolente al que las leyes actuales (las franquistas que ahora, dicen, se eliminan) hacen tan díficil desprenderse de él. Los alcaldes también. En mi caso son dos de los que me quejo. El del lugar donde vivo habitualmente, Madrid, y el de mi lugar de nación, Santander. El primero sobre todo por su voracidad. No es que me muerda, no, es que es insaciable por su necesidad de dinero, seguramente para poder cerrar tantas zanjas como abre por todo Madrid. Ahí están las multas exageradas a costa del automóvil que uno se ve en la necesidad de utilizar y los impuestos que sube aunque él diga lo contrario. No hace caso con ello a la política recaudatoria de su partido, el PP, tendente, según presume, a bajarlos como forma más a propósito para ayudar a salir de la crisis ésta que nos ahoga a casi todos.
¿Y el de Santander? ¡Ay el de Santander! Nos ha salido moderno y poco a poco va transformando la ciudad sin tener en cuenta el estilo de la que encontró, cambiando lo tradicional para desembocar en la frialdad rectilinea y vacía de la nada.
--¿No es conservador entonces?.
--No, a pesar de ser del PP. Un ejemplo: la Plaza de las Farolas de toda la vida, la ha convertido en la plaza del vacío al sol. Las farolas, unas buenas farolas es la verdad que popularmente daban nombre a la zona, las quitó. Dejó sólo una, la que alumbra al busto del rey Alfonso XIII, como para que no olvidemos lo bonitas que eran.
Pero hay más. La Plaza del Ayuntamiento. Borró la Historia por obedecer órdenes y quitó la estatua de Franco. También, como contrapartida, se llevó el escudo rapublicano que reposaba muy cerca del dictador, nada de recuerdos. Y nos dejó la plaza desguarnecida y empobrecida, dicen que a la espera de un monumento modernista que erigirán no sé cuando. Veremos cuando llegue ese nueva obra de arte modernista como combina con el triste alumbrado que ha instalado frente a la sorprendida acera de Becedo. Que "Ludy" le regale una brújula para que sepa hacia donde camina el hombre, me refiero al alcalde.
Pero no es eso lo peor. Lo peor es que este joven alcalde se ha olvidaddo de eso que se llama el bien común, concepto que siempre debe de estar muy presente en la actuación de todo gobernante. ¿Qué se entiende por bien común? pues miren, eso que deben de proporcionar los Estados y por tanto su representación más cercana, los ayuntamientos, a todos los miembros de la sociedad para que todos y cada uno disfruten de binestar y de felicidad. Así de fácil y así de escaso tantas veces. Como ejemplo entre otros, la calle de Juan de Herrera, tan céntrica y que al convertirla en peatonal resulta, muchas veces, tan incómoda para sus moradores. ¿Se han fijado en lo deficultoso que le resulta al viajero que con su coche llega de viaje y tiene que trasladar sus pesadas maletas desde la lejanía en que ha podido aparcar hasta su domicilio?. Y cuando este viajero es entrado en años la dificultad casi se conviete en insuperable.
En fin, nos ha tocado un alcalde que no hace caso de la comodidad. Se considera moderno y le priva la línea recta que ya sé que resulta el camino más corto entre dos puntos, pero que no siempre es aplicable cuando se necesitaría el atractivo de unas buenas curvas. Y no piensen mal, me refiero a las curvas que pueden hacer comodos los bancos de la vía pública en vez de lo pétreos y tan fríos que nos ha brindado, prácticamente inutilizables.
No veo la solución a mi caso, ya ven sufro a dos alcaldes. Cada uno con su estilo.
domingo, 11 de abril de 2010
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