viernes, 29 de octubre de 2010

EN CAMISA DE ONCE VARAS

Confieso para empezar que no soy teólogo como podrán comprobar los que sigan leyendo y que ni me atrevo a entrar en esa ciencia que trata de Dios y de sus atributos y perfecciones, porque ni con su estudio y dedicación podría desentrañar lo inalcanzable. Hay sí unas verdades reveladas que se las acoge e interpreta con la mejor voluntad, sólo eso, pero con las posibilidades que nos proporciona nuestra limitadea razón.

No obstante esas verdades interpretadas por quienes se han especializado dentro del cristianismo en esa labor, nos afectan beneficiándonos tantas veces, pero otras nos son impuestas sin que nuestra razón tan limitada como antes refería, evite que la soRpresa nos inunde. Uno es únicamente un cristiano de a pie humilde de verdad, pero forma parte de la Iglesia en una época en que se nos pide a todos colaboración. El Concilio Vaticano II nos abrió casi de par en par las puertas para que nuestra conciencia nos guíe en pos del camino de la verdad. En ese caminar vamos aprendiendo y comprobamos como los textos sagrados, en no pocas ocasiones, se nos han presentado en versiones no muy fidedignas. Incluso si nos remontamos a los primeros tiempos en que lo acontecido era contado en la lengua aramea tan distante e imprecisa en la propia escritura y luego, para su divulgación entre los llamados gentiles, se hacía en traducciones al griego no realizadas supuestamente por traductores acreditados, resulta que a lo largo de los tiempos, los verdaderos estudiosos conocedores de ambos idiomas, encuentran errores, contradicciones, matices tan solo que a veces podían, pueden, afectar al preocupado por la exactitud de lo revelado. Hay demasiados ejemplos, demasiados para señalarlos aquí.

Todo esto me venía a la memoria, a mí que estoy ya a punto de celebrar mis bodas de oro matrimoniales, mientras observaba a tantos y tantos, muchedumbres ya en verdad de verdaderos creyentes que al romperse sus matrimonios, se ven obligados, si es que desean permanecer ligados a sus creencias religiosas, a la soledad , sin poder aspirar a través del tiempo a otra compañía en que el amor de nuevo afiance la unión. La religión impide siquiera tener el anhelo de una felicidad tan humana como la de dos seres a los que gustaría caminar juntos hacia esos "dies vitae" prometidos, los de la verdadera vida anunciada.

La frase "hasta que la muerte nos separe" parece, como una promesa hecha ante Dios, la que impide emprender el nuevo camino. La anulación por parte de la Iglesia del matrimonio ya roto, cuando en justicia se puede conseguir, parece la única salida, pero esa nulidad a veces, desde el exterior, tan sorpendente para los extraños, resulta inalcanzable para tantos de conciencias rectas, incapaces de aceptar subterfugios mentirosos en sus alegaciones. La soledad de por vida es la única alternativa que no todos son capaces de soportar, con lo que el alejamiento de la Iglesia es el camino que, casi obligados, emprenden tantos. Y la Iglesia se resiente por esas deserciones ahora ya incontenibles.

Se esgrime la frase que obliga como un mandamiento ineludible: "Lo que Dios une que no lo separe el hombre". Pero el hombre lo separa, vemos tan a menudo. Otro mandamiento el quinto, dice "no matarás". Pero hay hombres que matan y el cadáver queda en el suelo sin posibilidad de revivirle, porque los hombres, en tantas ocasiones, no cumplimos con lo que Dios ordena. Existe para los cristianos el arrepentimiento, pero el muerto, muerto queda y el matrimonio roto, roto queda tantas veces sin posibilidad de reparación. Uno de los dos conyuges, al menos, ha sido el culpable, el otro la víctima observadora de un mandamiento que no ha conculcado. Imaginemos a un marido que se larga con otra. Se rompió la unión matrimonial, pero según la Iglesia, para la esposa no es así, la uníón persiste para siempre con ese que se fue. No puede esa víctima cristianamente hablando rehacer su vida en un segundo intento de felicidad. O acaso, ya que se dice que persiste ese vínculo o unión, ¿debe la esposa fiel, cumplidora de su promesa aceptar la situación real con querida, amante o barragana como se las llamaba hace siglos incluyéndola en esa unión que se dice todavía en activo? ¿No podría la Iglesia aceptar esa ruptura que se ha producido, existente, comprobable y auténtica, de la misma manera que no tiene más remedio que aceptar, porque materialemente a la vista está, la existencia de un muerto cuando alguien faltando al quinto mandamiento que tantas veces, seguramente, prometió observar, le ha provocado la muerte?.

Creo que sería beneficiosa una revisión profunda, pero urgente, de ese problema que provoca la ruptura de los matrimonios que afecta a multitudes . El acercar los mandatos divinos a la consideración y a la comprensión humana es una tarea que me atrevo a considerar obligatoria. A lo largo de los siglos la Iglesia lo ha hecho muchas veces, porque nuestra Iglesia admite la posible interpetación de los textos sagrados.

Hay que tener en cuenta que Dios no puede ser cruel. A Alá, el clemente y misericordioso que dice el Corán, sí le presentan como cruel tantas veces puesto que, entre muchos musulmanes, se mantiene el ajusticiamiento a pedradas de la adúltera. Pero ya la Iglesia no admite inquisiciones y nos permite por fin, rectificando convenientemente, la lectura, consideración y meditación de los libros sagrados que hasta hace poco -en mi infancia y juventud- eran casi ocultados a la consideración general del pueblo que ahora ya, con su conocimiento, acierta el católico de nuestros días el camino de la la Verdad por el que dirige su vida personalmente como un buen creyente, atento, eso sí, a la luz que le llega de Roma.

¿Por qué esa Iglesia católica, es decir universal sigue manteniendo la ficción de que existe una unión matrimonial que es inexistente por la sencilla razón de que al menos uno de los cónyuges la conculcó, olvidando la promesa que hizo a Dios? Para que haya unión es imprescindible correspondencia y uniformidad. En el matrimonio roto no hay ni la una ni la otra.

¿No sería conveniente dejar a la conciencia del creyente las decisiones de sus actos, de su conducta también en esto, como en otros órdenes de la vida?

El que rompe la unión, la promesa hecha, podrá ser reo de castigo en la otra vida si no se arrepiente y Dios, en su juicio, así lo decide. La víctima de esa ruptura, no y menos que sea además castigada aquí en esta vida por jueces que con su mejor voluntad, de la que no dudamos, sólo pueden acercarse a entrever el interior de las conciencias ajenas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Claro que la Iglesia debería considerar todos los problemas que ahora surgen en los divorcios por predicar con dureza sin fijarse en los matices. Con el uso del preservativo lo está haciendo. Como ha dicho un periódico iotaliano de rpincipios católicos, "Todos somos pecadores. La Iglesia no puede estar hecha de piedra". Esperemos y que no sea tarde.