sábado, 2 de abril de 2011

GUERRA Y PAZ

Con permiso de Tolstoi, guerra y paz se contradicen, pero no se eliminan; hay guerra y hay paz casi siempre. Pero fíjémonos en la más importante, la que nos atañe a cada uno, la llamada paz interior que quizá convenga, para simplificar denominarla solo tranquilidad. Así entendemos todos esa situación en la que nuestros adentros permanecen abiertos para vivir con alguna felicidad y, sobre todo, para enfrentarnos con el debido ánimo y talante a la posible agresión que sin duda ha de llegar.

--Pesimista viene usted.

No demasiado para la que está cayendo, sino observador de la realidad. Hay que tener en cuenta que la agresión puede considerarse como la primera ley, ineludible además, que se nos presenta y a la que nos obliga la Naturaleza tal como está concebida para algo tan esencial como el mantenimiento de la vida, para eso que tanto se pregona: para la conservación de las especies entre las que nos tenemos que encuadrar.

Sin agresión no hay vida, hay que admitirlo. El pez grande se come al chico, se lo debe de comer. El león, o las leonas más bien, que el león suele dormitar a la espera de casi ser servido, deben cazar al cervatillo, al más tierno o al más viejo, al que corra menos sin duda, que hay que facilitar la operación. Es ley de vida, es decir, es ley de muerte. Agresión. ¿Cuantos miles de vacas, cuantos de pollos, cuantos de cerdos se matan diariamente en el mundo para que podamos zamparnos nosotros un buen chuletón cuando nos plazca?. Agresión, enorme agresión esta y además necesaria.

Luego, ya puestos, ese instinto agresivo se aprovecha, se moderniza podríamos decir y se amplia y surge a diario entre nosotros con inusitada constancia aunque llegue disfrazado con otro nombre más aceptado: el de la competencia, al fin y al cabo la disputa, lucha por alcanzar algo en propio beneficio y en perjuicio, como contrapartida, del contrincante. Agresividad al fin, aunque venga camuflada con los mejores modales y hasta con una sonrisa.

Pero hay más: esa agresividad, ley primordial a que nos lleva la propia existencia, alcanza como una derivación y con constancia que asusta, su máxima intensidad cuando surge mezclada con la política y los intereses más o menos lícitos de las naciones. Entonces decimos que estalla la guerra, la guerra grande, colectiva; y ese estallido prolongado a veces durante años, siembra el terror, elevando la crueldad a límites insoportables. Fijémonos únicamente en el siglo XX: nuestra Guerra Civil con miles de asesinatos, los amontonados en Paracuellos (¡ay Carrillo!) y en tantas cunetas del país como un producto de la fiereza de los dos bandos en liza; y antes, la Guerra Europea, luego la Mundial con millones de víctimas y con Hitler a la cabeza, sin olvidar la atroz fiereza de un presidente, Truman, al que se tiende a esconder su barbarie porque salió victorioso y los suyos escribieron la historia oficial: Hiroshima y Nagasaki con cargo a su conciencia; miles de muertos inocentes con sólo apretar un botón. Máxima crueldad, premeditación, alevosía sin conciencia.

Pero en el fondo todos, incluídos los pensadores, filósofos, hasta los santos, tienen un problema planteado con esa agresividad innata que tratan de no reconocer como necesaria tal como está concebida la existencia y que conduce en su más trágica manifestación, a esas guerras feroces que todos conocemos. Lo resuelven apelando a la llamada guerra justa. San Ambrosio, su discípulo San Agustín que la acepta para alcanzar la paz, Cicerón que también la acepta cuando no hay otro remedio y, por supuesto, la ONU, esa organización injusta desde su planteamiento, antidemocrática y dominada por unas cuantas naciones prepotentes y con derecho a veto que deciden lo que más les conviene.

En fin, simplificando que no hay que profundizar más, la simple libertad nos conduce a la agresividad. Y la bondad ¿dónde queda? cabe preguntarse. Parece así a bote pronto que como un valor para disfrute personal e íntimo que no evita sin embargo la necesidad de marchar de caza con las cartucheras bien provistas, o, si prefieren para hacerlo más actual con el ímpetu y la fortaleza necesaria para salir airoso en eso que se llama la lucha por la vida y que, cuando se consigue, solo entonces, se puede pensar en alcanzar la tranquilidad soñada, esa paz interior que produce la sonrisa bondadosa del que ha cumplido, es decir, del que ha vencido ¡para qué engañarnos!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Soy Alfredo Péres del Olmo que le leo con frecuencia. Otra vez vuelvo a esrar muy de acuerdo con usted. Laagresión, la competencia a veces feroz es la regla más notoria de la sociedad, aquí y en el mundo entero. Y no hay solución, hay que vivir, es decir, luchar.