Hay temas recurrentes. Uno es el de Eugenio Pacelli, el Papa Pío XII que le tocó asumir su pontificado en la complicada época que iba desde 1939 hasta 1958 en que murió en Castelgandolfo. Epoca de la atroz Guerra Mundial desvastadora de buena parte del mundo y época de la postguerra , costosa cuenta arriba para tantos. El motivo de ocuparse de este Papa de tiempo en tiempo, Papa que acompañó toda mi infancia y juventud, es el manoseado tema del atroz Holocausto y su supuesta actitud ante Hitler. Como si fuera fácil acertar ante la opinión de todos en aquellos tristes momentos de intransigencia, crueldad, bombas y muertos.
Esta vez han aprovechado otras críticas muy del día contra algunos clérigos y obispos, merecidas por supuesto, para ya que se topaba con la Iglesia, aprovechar y de pasada alargar el recuerdo hasta más allá de la mitad del siglo pasado para lanzar unas cuantas puyas facilonas en un tema ya supersabido y felizmente superado con las informaciones comprobables ofrecidas. Además la postura de la Iglesia en aquella época ante los movimientos políticos que nacieron en Europa como equivocada solución a sus problemas sociales y de todo tipo, era ya sólida y clara. Fue su antecesor, Pío XI el que condenó tajantemente al fascismo, al nazismo y también al comunismo. Y condenados quedaron. Al Papa Pacelli le tocó ocuparse de la paz tan amenazada en su época, defendiendo, como hizo, las instituciones internacionales, únicos instrumentos con algunas posibilidades de mantenerla.
A pesar de todo hay que aceptar que la Iglesia como institución con gran poder espiritual y en otros tiempos temporal también, junto a las alabanzas y fidelidad de su grey, tendrá siempre una oposición más o menos abierta, tapadera, sin duda, de intereses espúreos, por lo que los enfrentamientos y las críticas estarán siempre de actualidad. A lo largo de la Historia, cuando su poder temporal era fuerte, se enfrentaron a ella en ocasiones hasta reyes cristianos por cuentiones políticas y de dominio, a las que había que añadir las siempre notorias desviaciones en cuestiones de interpretación de la fe que se alejaban de la ortodoxia. La más conocido y de consecuencias bien visibles fue la de Lutero, fraile agustino que propugnaba una renovación, hasta cierto punto necesaria. Erasmo de Rotterdam, sacerdote y teólogo, erudito, gran amigo de santo Tomás Moro, resulta también un gran crítico de las costumbres, malas, de algunos clérigos de la época como se recoge en su obra "Elogio de la locura". Su deseo de volver a una Iglesia más auténtica y menos formulista contó con el beneplácito de Carlos V, que mientras luchaba con las armas en defensa de Papado contra los alemanes que abrazaron la Reforma luterana, pedía a Roma que congregara un Concilio sin duda necesario que asentara las bases e indicara la dirección adecuada, pero que no se consiguió hasta el reinado de su hijo Felipe II, fue éste el Concilio de Trento.
Pero cada momento tiene su afán y la Iglesia se enfrenta a las nuevas necesidades y a los nuevos retos para llevar a buen término su misión. A aquel Papa que tuvo que contribuir a consolidar la paz, Pío XII, le sustituye Juan XXIII sin duda una cumbre en la sucesión en el solio pontificio. A él de debe la doctrina del "aggiornamento", es decir la actualización de la Iglesia que se alcanza con la convocatoria del Concilio Vaticano II, sin olvidar, por eso, las cuestiones sociales, magistralmente atendidas en su encíclica "Mater et magistra" o sobre la anhelada paz mundial siempre tambaleante con "Pacem in terris".
Luego otro Papa, Pablo VI que acabó el concilio y alumbró su pontificado con seis encíclicas e inauguró la era de los Papas viajeros. Le sucedió Juan Pablo I malogrado tan pronto y al fin Juan Pablo II, el pontífice peripatético que llevó su palabra por el mundo y su enseñanza y su comprensión, además de ser uno de los artífices más valiosos para acabar con la dictadura comunista de la URSS y de los países satélites, dictadura que él tanto sufrió en su juventud, después de aguantar el azote nazi en su Polonia natal.
Y llegamos a la actualidad en que el Papa esperado por tantos que conocían su trayectoria mientras ojo avizor se vigiliba el inicio de la fumata blanca que lo anunciara, Benedicto XVI debe enfrentarse a la ímproba tarea de oponerse al nuevo credo, el del relativismo que invade al mundo. Nada es absoluto ni en creencias, ni en política ni en las costumbres ni en la vida en general. La técnica con sus sabidas limitaciones brinda las soluciones esperadas. Y ante esta realidad, para enfrentarse a tanta desilusión, los cristianos, todos, las distintas iglesias, luteranos, ortodoxos, anglicanos, calvinistas...cada uno, intransigente, subrayando los matices que los separan sin acordarse de la Verdad los une.
Más o menos ya en el siglo XV, Erasmo sale al paso de tanta diversidad, aunque entonces no era tan abundante ni profunda. Ya traté de esto en otro artículo, pero oigámosle de nuevo porque viene muy bien al caso: "Hay en todos ellos un gran afán por distinguirse en el género de vida y no se preocupan de ser semejantes a Cristo, sino ser diferentes entre sí...como si fuera poco llamarse cristianos" afirma despúes.
Con esta crítica amistosa o consejo aprovechable, termino a la vez que aclaro que si este casi anónimo cristiano que soy yo se ha permitido pontificar un tanto, se debe, exclusivamente, a que en efecto, leyendo un diario me topé con la Iglesia, pero la Iglesia con mayúscula, no como don Quijote - y perdón por la comparación- que sólo dio al fin con una iglesia, con un templo que andaba buscando. Bien es verdad que la frase tópica se utiliza torciteramente elevando al simple templo, quizá capilla, a la altura de Iglesia como institución, porque así la crítica se consigue con una sola frase de una vez, que es de lo que se trata desde hace tanto tiempo.
viernes, 24 de septiembre de 2010
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