sábado, 5 de julio de 2008

EN BUSCA DEL YO PERDIDO

Ortega nos enseñó que uno no es uno sólo, que uno es uno, sí, pero también su circunstancia. La frase, tan acertada ya tópica, me sirvió a mí para arrancar en introducirme en el proceloso mar (no en el infinito que es de otros) sino en el de las meditaciones en busca de alguna verdad. Y llegué a la poco optimista conclusión de que uno es, sobre todo, sus circunstancias. Al yo, tantas veces, ni le vemos.

Luego ampliaré este infeliz hallazgo al que me acercó sobre todo la observación. Pero antes haré un paréntesis que creo justo en honor de don José. Bien, en realidad debo decir que la gente de mi generación tuvo a Ortega de maestro y guía. Los intelectuales de entonces o los que se lo creían, a veces, tantas, en el silencio hipócrita y temeroso por la política imperante que les hacía acallar su nombre, pero que no podía impedir la exteriorización y aún la circulación de sus ideas.

A mi me empapó de orteguismo otro gran hombre, Torcuato Fernández Miranda desde su cátedra de Derecho Político en la Universidad de Oviedo y también, de otros saberes, en la Universidad Internacional de Menéndez Pelayo de Santander en los cursos llamados de Problemas Contemporáneos. Luego, ya vimos como don Torcuato dio otra lección cuando para cumplir el deseo del Rey, indicó el camino que haría blanco lo que parecía negro en aquellas Cortes, en aquella España de los ariasnavarros y otros beatos del franquismo que, bien es verdad, aceptaron ejemplarmente el camino de la normalidad que salvaría a España.

Pues bien otra vez; después de este inciso tan merecido y, sin duda tan sabido, pero que a mí me complace repetir, démonos un paseo alumbrados por la filosofía orteguiana para ampliar mi idea sobre la libertad de muchos de nosotros, quizá de gran parte. Ortega nos habla el hombre como proyecto, del diario quehacer. Es esta una filosofía gimnástica, atrayente e ideal. Es el buen consejo paterno al hombre en embrión que siempre es el hijo. Es lo que debería ser o, al menos, a lo que deberíamos aspirar. Desgraciadamente, sin embargo, estos proyectos de vida no los vemos realizados en nuestro entorno (en mi época juvenil mucho menos) más que en contadas ocasiones en hombres modélicos y admirables, en los afortunados campeones de la vida que, como ejemplos o metas, se nos presentan en ocasiones para ejmplos de novicios.

Generalmente, el hombre que vemos, con el que nos tropezamos en la vida es, únicamente, las más de las veces, el hombre que pudo ser, el hombre posible, ese que se ha formado a través de los avatares de su propia historia vital, ganando, quizás, muy pocas batallas. ¿Por qué es usted cocinero? "porque mi padre a los catorce años me consiguió un trabajo de pinche de cocina" "¿Y usted agricultor?" "Porque mi padre lo fue y heredé de él estas tierras"."Yo quise ser médico y me quedé en practicante". "Yo ingeniero, pero no pasé de mecánico..."

Naturalmente puede argumentarse, y Ortega lo hizo, que la esencia del hombre verdadero reside en un estrato separado o más profundo que la mera circunstancia de ser practicante o agricultor, cocinero o mecánico. Y es cierto esto en principio, pero sólo hasta un cierto punto muy relativo. El hombre cocinero, agricultor o mecánico a la vuelta de unos cuantos años de "profesionalidad", ha ido adquiriendo una serie de hábitos, gustos, una para entendernos "deformación profesional" que en cierta medida no pequeña, le ha diferenciando de los demás e, incluso, de él mismo, al menos de cuando sólo era un mero proyecto en sus tempranos años, cuando su vida se abría virgen toda ella pura posibilidad.

Pero el hombre es más que su profesión. Se ha dicho y es verdad que ese es cocinero y más que cocinero. Quizá y muy probablemente es padre y esposo e hijo también. Y ciudadano de un país y con todo esto, se encuentra sujeto a una serie de ataduras sociales (familiares, laborales, etc.) que le condicionan todavía más, que le condicionan hasta tal punto que todas esas circunstancias han sustituido a su propio yo que, escondido allá en lo profundo, nadie ve, ni él siquiera en tantas ocasiones. Del genial yo soy yo y mis circunstancias, hay que pensar, en el mejor de los casos, hablando en general, que yo soy sobre todo mis circunstancias.

Y hasta tal punto es así todo esto que, en repetidas ocasiones que todos conocemos y que por ser generales actualmente preocupan a muchos dirigentes de todo el mundo, cuando se pierden tan solo parte de esas circunstancias en principio angustiosas, muchos no lo soportan y dejan de vivir. Tal es el caso de los jubilados que privados de la circunstancia cotidiana de su trabajo -anodino a veces y en principio de su andadura quizás impuesto- languidecen. Esto ocurre, sencillamente, porque ni siquiera el auténtico protagonista de la propia existencia acierta ya a encontrarse a si mismo en medio de tanta circunstancia -y tan prolongada- como el mundo moderno le ha echado sobre las espaldas de su existencia. Ese mismo protagonista llegó a no ser capaz ya de definirse, de verse como otra cosa que no fuera la de ser cocinero, exactamente igual a como le veía el vecino cuando, diariamente, se intercambiaban los buenos días de la salutación mañanera.

¿Qué hacer entonces? Porque la vida viene así y superarla no es tarea fácil. Mingote, otro gran filósofo y maestro de la contundencia y de la brevedad, mostró uno de los caminos al presentarnos a un "pobre" sonriente y felicísimo guarecido de la lluvia en una tubería abandonada, mientras decía más o menos lo siguiente: "Antes con una casa, una familia y un negocio que de preocupaciones tenía". Pues eso, quizá por ahí venga una de las soluciones. Ya la adelantaron los estoicos, nuestro Séneca. Pero esto lo dejaremos solo apartado para otra ocasión en que me ocuparé de nuevo de estas angustias del hombre posible. Con lo de hoy ya es bastante sobre todo porque como comprobarán ustedes no soy maestro, precisamente, de la contundencia y la brevedad.

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