miércoles, 22 de octubre de 2008

LO QUE VA DE AYER A HOY

A Fernando, un sobrino muy alto que tengo,
le dedico este suceso que muy bien le puede
ocurrir a cualquiera.

Atravesaba yo el otro día, en coche, la ciudad, la mía, Santander, entonces dormida y lluviosa -aún faltaban dos largas horas para que el sol intentara vencer la densa opacidad de los negros nubarrones que cubrían- cuando mi inoportuno automóvil me dejó tirado en la curva de La Magdalena ante la mirada inalterable de José del Río que, desde su estatua de bronce poco podía hacer en mi ayuda, a pesar de la proverbial amabilidad que en vida cracterizó al autor de "Las hijas del capitán".

Más aún, los denuestos airados y las lamentaciones casi lacrimosas que lancé, parecían rodar inadvertidas hasta el oscuro mar que habitaba en solitario, El Camello de dura roca que allá, tan abajo casi se adivinaba y que tampoco parecía hacerme el menor caso. Con ello, la soledad del momento y el porvenir bajo la copiosa lluvia, cuando ya el sueño se había convertido de molestia en amenaza que me dominaba casi por completo, parecía aún más negro que aquella noche tan negra. Pero hete aquí que, de pronto, como un ángel protector apareció la figura imponente y hercúlea de un apuesto policía municipal jinete en una poderosa motocicleta y cubierto con su casco reglamentario que le daba la presencia de un recién llegado de esas lejanías que se suponen de los espacios siderales. Su sonrisa justa y su eficacia exacta me tranquilizaron al instante y casi al instante también tuve a mi disposición una grúa que se llevó al inoportuno automóvil averiado y un taxi que me acercó veloz hasta mi añorada cama, blanda y cálida, que me esperaba desde hacía horas.

Como uno ya es viejo, tiene junto algunos alifafes indeseables, la ventaja de disponer de recuerdos que sirven, según las ocasiones, para volver a vivir momentos ya vividos, "coloreando la memoria" como dijo el poeta tan cercano o simplemente, para comparar, como ocurrió en esa ocasión, lo que va de ayer a hoy mientras me arrebujaba entre las sábanas.

La memoria -prestada en esta ocasión- me llevó a un ayer lejano, al verano de 1925. Mientras Santander recibía a los Reyes, a los aristócratas y a otras personalidades de imprtancia nacional. El Sardinero billaba, más o menos, como ahora brilla, estallante de belleza y esplendor. El Casino, más que ahora desde luego, abría sus puertas a la alta sociedad de entonces, refinada y exquisita. Todo o casi todo alcanzaba el alto nivel que convertía a Santander en "una ciudad de verano" de rango y, sin embargo, en medio de tanta elegancia y distinción -y aquí el contraste entre ayer y hoy- los guardias urbanos de entonces, los que tendrían que guardar, atender y proteger a los ciudadanos, como me protegió y ayudó el "angel" motorizado de aquella noche, no eran más que unos pobres representantes dela autoridad, vestidos con uniformes remendados y con un palo que ellos mismos se procuraban como principal defensa. No es exageración. Un cronista de entonces hizo la denuncia en uno de los periódicos del momento, "La Atalaya" que precisamente, dirigía José del Río, el testigo mudo desde su broncineo monumento en la entrada de La Magdalena, de mi percance nocturno con el automóvil: "Mugre y sietes a porrillo condecoran a los agentes municipales", decía la crónica y, luego, personificando en uno en especial de los 126 guardias con que contaba el Municipio, exactamente el que ostentaba el número 85, añadía: "Llevaba la gorra el buen agente de la autoridad que parecía embadurnada con el aceite de cien ballenas. Y ¡qué capa! Descolorida, grasona, descosida, llena de sietes y con un remiendo sobre el omóplato derecho que era el único pedazo limpio..."

Estos guardias tan pobremete vestidos, no sólo trataban de imponer su escasa autoridad, sin conseguirlo muchas veces, a los ciudadanos de entonces, sino que también, de esa guisa trajeados, servían para custodiar a los personajes del Ayuntamiento en los actos públicos y hasta a las personalidades más encumbradas como fue el caso, nada menos, del presidente del Directorio, don Miguel Primpo de Rivera que en un día soleado de agosto paseó, así escoltado, por la terraza del Sardinero, mientras la Familia Real, nada menos, se bañaba en la Primera Playa.

¡Tan altos dignatarios pretegidos por tan pobres representantes de la autoridad!. Eran los años veintitantos. Han pasado 83 años, Santander sigue luciendo sus encantos de siempre, pero ahora es capaz de ofrecer la ayuda eficaz de un cuerpo de policía en tantas cosas modélico, no ya, como es lógico, sólo a los empingorotados personajes, sino también a un humilde ciudadano perdido en la noche. Eso es civilización y eso es el progreso con la técnica, como debe de ser, a su servicio.

3 comentarios:

Cami dijo...

Alto si, pero para primo el de Rajoy, el de Zumosol o hasta ZP con lo del G-20. Este es sobrino, sobrino predilecto si quieres, pero sobrino.

Anónimo dijo...

Tiene razón Cami, es mi sobrino. Ha sido un lapsus mental que surgió al mirarme en el espejo y verme tan hercúleo, sobre todo cuando me veo en camiseta. Voy a ver si lo corrijo. Lo del parentesco, porque lo otro es constitucional.

Anónimo dijo...

Ya lo corregí, Fernando es tu primo, Cami y que lo sea por muchos años. Y es mi sobrino que también es un buen parentesco y por razones del tiempo, ese que pasa sin apenas saludar y tan rápido, más a propósito para mí.