Viendo la serie, mi memoria histórica, la referida a mi minihistoria particular, revivió y en un instante retrocedí unos sesenta y tantos años en que conocí y comencé a admirar a don Torcuato. Fue en el Oviedo de entonces cuando era catedrático de Derecho Político y yo me entusiasmaba con su obra "El concepto de lo social y otros ensayos", tanto que más que una asignatura a la que había que incar el diente y tratar de asimilar, se convirtió por entonces en mi auténtico libro de cabecera. Gracias a ese entusiasmo, el examen oral de aquel curso efectuado en la imponente Aula Magna a una distancia del profesor que obligaba a elevar la voz y casi declamar las respuestas, se superó con lucidez. Luego, la Universidad Menéndez Pelayo de Santander le abrió sus puertas y en el curso de "Problemas Contempráneos" volvió a demostrar su magisterio, en aquellos coloquios inolvidables, tan interesantes. Por ello, cuando decidió abandonar la Catedra para aceptar un cargo en el Gobierno de Franco, mi desilusión fue mayúscula
Qué lejos estaba yo de suponer el papel provindencial que don Torcuato iba a representar en el momento del gran tránsito a la normalidad política. Porque el Rey, príncipe entonces, tenía su idea y el respaldo, en la sombra, de la figura de su padre, don Juan, tan aceptado por los movimientos democráticos que, más o menos silenciosamente, avivaban la esperanza. La tarea no resultaba fácil si se quería hacer pacificamente pues había unas leyes aceptadas por una decisiva minoría rectora que encorsetaban cualquier posibilidad de cambio. Esa era la gran duda de don Juan Carlos que tuvo el gran acierto de elegir a Fernández Miranda como su consejero y artífice para enfrentarse a esa realidad terca de verdad.
La idea del camino a seguir para alcanzar la meta deseada sin contratiempos, se resume en una sóla frase que dijo Fernández Miranda a don Juan Carlos como el mejor sistema para que el tránsito del cambio fuera suave, sin asperezas. Se iría "de la ley a la ley" lo que tuvo una clara demostración, por ejemplo, en el deseo de implantar la libertad religiosa. Las Cortes debían aprobar la correspondiente ley, pero en las Leyes Fundamentales se aseguraba que "la doctrina de la Santa Iglesia Católica inspiraba la legislación española" a lo que se agarraban los integristas tan abundantes en aquellas Cortes uniformadas. Entonces fue cuando con habilidad se sacó a relucir la gran contradicción: puesto que era la Iglesia la que alumbraba e inspiraba la política del país, se hecho mano a la doctrina emanada del Concilio Vaticano Segundo que hacía de la libertad religiosa un bien que el poder civil debía aceptar.
En esos momentos, el ya Rey, tan acertado al elegir a sus colaboradores en tan complicados momentos, encumbró a un joven Suárez al cargo de Presidente como figura atractiva y eficaz para hacer llegar al pueblo espectante la seguridad de que la "libertad sin ira" se acercaba pacificamente, siempre con la Rey marcando los tiempos con la prudencia necesaria. Como cuando repetía a Fernández Miranda ante el desarrollo de los acontecimientos a los que había que enfrentarse, "Tu planea, planea, pero no aterrices", esperando, sin duda el momento y la ocasión propicia para hacerlo con éxito.
Todo esto me vino a la memoria mientras veía el primer capítulo de la vida de Adolfo Suárez en la que aparecía un Torcuato Fernández Miranda lejano , pero que a mi me sirvió para acercarle a mi memoria y revivir aquellos tiempos en que con dieciocho años comencé a admirarle. Luego, superada la desilusión por el abandono de su labor en la universidad, seguí admirándolo en su labor práctica en la que "planeando, planeando" como le aconsejaba don Juan Carlos, aterrizaba siempre con pericia en el momento oportuno haciendo posible la transformación de España.
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