sábado, 6 de febrero de 2010

LA VENEZUELA QUE CONOCÍ

El rostro desagradable de Chávez, el caudillo bolivariano, me ha servido de revulsivo para, haciendo uso de la memoria, reavivar los gratos recuerdos -que los hubo y numerosos- de mis estancias en Venezuela y hacer justicia aquí a ese país que a tantos españoles acogió. El recuerdo de las cosas simples que eran las que, en realidad, hacían tan agradables los días se amontonan. Algunas tan nímias como la de saborear una fría caña de "La Polar", sentado en una terraza de Sabana Grande con que reponía fuerzas y ahuyentaba sudores, después de una larga caminata desde El Silencio; o el paseo por la casi provinciana Plaza donde se levanta la Catedral, en la que entonces, no sé ahora, esperaban a sus clientes, sentados en unas sillas bajas, los vendedores y compradores de inmuebles. Rostros morenos de fino perfil, tocados siempre con sombrero flexible y respondiendo a las preguntas que pudiera hacérseles con seria amabilidad. Caras las suyas que recordaban a los secos rostros de los moradores del Llano tan caluroso y duro en verdad que sólo entre nosotros los españoles, acaso los canarios podían aguantar.

Mi relación con Venezuela comenzó pronto. Fue con la caída del dictador Pérez Jiménez cuando entré en "su" territorio, en la Embajada que tenía en Madrid. Era 1958 y fue un buen apredizaje. Allí me tuve que empapar de los periódicos venezolanos. Familiares se me hicieron "El Universal", "El Nacional", "La Esfera", "Últimas Noticias"... porque con lo allí leído debía redactar las revistas informativas y orientadoras de la política democrática que se iniciaba, derrocado el dictador. El contralmirante Larrazabal, Rómulo Betancour, Rafael Caldera, Jóvito Villalba, Raúl Leoni y tantos más eran los personajes habituales que trataban de sacar adelante al país con mayor o menor fortuna y cuya actuación yo debía analizar.

Años después llegó la visita esperada al país que ya conocía no de oídas sino de leídas más bien. La alternancia política, realidad candente que levantaba tantos comentarios, con sus personajes más destacados, Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera, Acción Democrática y Copei paso a un segundo plano para mí, superado todo ello por la realidad del país en la que me adentré y me ocupó por completo. Observé que esa "high life" festiva con la que me iba relacionando, adquiría profundidad a mis ojos. Sus fiestas abundantes no ocultaban la preocupación del día a día que a todos podía afectar. Días de vino y rosas no exentos de ideales aireados a veces en largas tertulias tan vivamente animadas. Y frente a esa vida holgada, la del pueblo llano, amontonado tal como lo veía el europeo recién llegado en los ranchitos cuantiosos, tan corrientes, es la verdad, en Hispanoamérica, pero que a medida que se iba conociendo, surgía el interrogante sobre la existencia, en su caso, de felicidad. ¿Era feliz aquel pueblo? la respuesta , una respuesta válida al menos en principio, se podía obtener al comprobar por ejemplo, que un taxista u otro operario cualquiera, solía, una vez recaudada la suma de bolívares necesarios para el día, abandonar el trabajo para ir a vivir, es decir, a vivir auténticamente como dueños de su vida. ¿Se trataba de un pueblo primitivo? Más bien no, hay que responder. Era por lo que se veía una gente evolucionada, pero evolucionada a su modo, cobijada como estaba en un clima que permitía tales despreocupaciones y con unos alimentos fáciles de conseguir. Y en medio de ellas, todo hay que decirlo, el bandidaje, los malandros, que oscurecían la posible placidez de la abigarrada mezcla de gentes.

Esta era la Venezuela que se presentaba al viajero, turista fugaz, en sus repetidas visitas al país. Y de cuando en cuando, como un regalo venido del pasado, algún representante de la Venezuela ida que nos recibía con reposada cortesía dulcificando más la estancia, mientras la memoria nos acercaba a la plácida vida de la época colonial superada. Sus modos, su lenguaje reposado conservaba el estílo decimonónico tan gratos.

Fuera ya, de vuelta a la realidad de hoy, paseando por la Castellana o por Los Palos Grandes, o por El Paraiso nada menos, el encuentro fugaz con alguien conocido que se cruza en la calle:

--¡Entonses...!-- saludaba uno.

--¿Qué hubo...? --respondía el otro.

Y ambos seguían sin más conversación y sin esperar respuesta alguna, lanzando sólo una sonrisa al aire como una muestra de la falta de preocupaciones mayores.

Esa fue la Venezuela que se me abrió. Me quedaba captar algo de la vida intelectual del momento de la que algún conocimiento tenía. Fue un personaje del pasado, Rómulo Gallegos, el maestro, el que me introdujo en el mundo de las Letras venezolanas. Pero me faltaba actualizar ese conocimiento. Ya les contaré a ustedes como fue la cosa, pero no ahorita, que esto se acaba por hoy.

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