Fue una sorpresa abierta como una sonrisa amplia la de aquel día que se iniciaba. Caminaba yo fruncido el ceño de todas las mañanas calle abajo, cuando entre unos hierbajos que se esforzaban por crecer entre las losas grises de la acera, vi la llamada de un punto amarillo casi de oro, como un sol diminuto del que surgía la blancura de unos pétalos confiados y generosos. "Una flor", me dije. Me agaché para contemplarla cuando, de pronto, me iluminé por dentro y comprendí: "ya ha llegado la primavera", casi grité, mientras alguien que se cruzaba en mi camino, también con el ceño fruncido de sus mañanas, no pareció vibrar con la noticia y continuó con su paso resignado.
Ya no pude esperar y al paso más rápido que pude permitirme fui en pos del campo abierto, había que ver aquello en plena Naturaleza. Recorrí calles tristres, desiertas y amplias avenidas como desnudas porque aún no se habían enterado de la noticia y ofrecían el espectáculo de las retorcidas ramas de sus árboles, casi esqueletos que alzaban sus brazos a un cielo absorto. No me importó porque yo sí conocía la grata noticia, era el 21 de mazo, primavera y "mi" flor, la de mi calle, tan puntual, me lo avisó.
Sin embargo, la llegada a aquel campo que con timidez o con miedo parecía iniciarse, quizá por el empuje de la gran ciudad, no inducía al optimismo. La sequedad de un terreno endurecido apenas se aliviaba algún trecho con algún matorral incipiante. La primavera parecía aún más lejana que en mi calle. No obstante di algunos pasos y allá unos arbustos con alguna hierba a sus pies, sí tapizaba un espacio de la sequedad de aquella tierra tan parda. Para allá me encaminé y fueron unas hormigas en perfecta formación las que me recibieron aunque no me rindieron honores ni siquiera detuvieron su marcha. Sin embargo yo sí las presté atención y comprobé que la larga fila de su desfile, respetuosamente, bordeaba un pequeño montículo en el que, oh milagro, lucía ya la primavera: tres florecitas amarillas se ufanaban sin duda por cumplir con el calendario. Me senté en el suelo, casi acurrucado para contemplarlas a ellas y al desfile de las hormigas tan madrugadoras como ellas y tan cumplidoras con la estación. Eran, quise conformarme, ellas y las flores las gratas embajadoras que se adelantaban al verdadero estallido, sin duda esplendoroso de más flores y verdor.
Un buen rato estuve allí agachado. Al cabo, conformándome con esa esperanza, intenté ponerme de pie como si mis coyunturas fueran tan elásticas y rápidas de reacción como mi deseo. Vano intento y fue entonces cuando una voz que yo juraría nacida en mi propio interior pero que parecía elevarse hasta no sé que alturas, resonó dentro de mí como una gran verdad indiscutible: "Levántate con cuidado, me dijo, a ti ya no te sonríen los despertares primaverales, ya eres sólo un producto del triste otoño". Y con tan cruel realidad, todo cambió para mí. La ilusión, infantil sin duda que tenía y que tanto me alegraba, se esfumó en un instante y mientras me erguía, aceptémoslo con gran dificultad, me dio tiempo para como en una fea venganza, rechazar la que ya consideraba provocadora exhibición de aquellas pobres florecilas, cuyo otoño, les espeté, tan cercano estaba también para ellas. Y a las hormigas, al pasar -he de confesarlo- sé que descompuse su monótona formación y hasta dejé en el camino alguna víctima con mis pisadas.
Y me volví pensando en las famosas "Cuatro estaciones", las de Vivaldi, el italiano que tan armoniosamente vió lo que sólo es, como mucho, la prórroga de una condena.
lunes, 31 de mayo de 2010
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