La terraza de una cafetería en el centro del conflictivo Madrid de las diez de la mañana. Coches y más coches que van y vienen con inusitada actividad. Transeuntes que pasan rápidos sin mirarse, ajenos a todo lo que no sean ellos mismos, sus intereses y sus apetencias. El sol, cumplidor, acaricia este paisaje con magnanimidad.
Y allí, en la terraza de la cafetería, entre otras personas -hombres de negocios, señoras que alargan la hora de la compra con un descanso de animada charla- un orondo señor bien trajeado, aprovecha el tiempo cumpliendo con tres menesteres al mismo tiempo de forma envidiable: engulle un soberbio desayuno, lee el periódico y deja que el limpiabotas le deje como nuevos sus buenos zapatos. Y en aquel periódico, en la página que desde mi posición podía observar, una gran foto aterradora que ponía de manifiesto los dos mundos tan conocidos, las dos formas de existir, dos formas de cruzar éste que se ha llamado, a veces con tanta razón como en el caso de la foto, nuestro valle de lágrimas: un niño de tres, cuatro o cinco años, negro por supuesto, miraba sin conseguir verlo, absorto, desde la ventana de la fotografía al otro mundo, en este caso al nuestro, mientras sus ojos lagrimeantes eran ya un nido de moscas -naturaleza pujante y salvaje, implacable- que se alimentaba de sus lloros no atendidos por nadie, porque un poco más allá, tan sólo a dos o tres metros, voraces cuervos se saciaban con un cadáver, acaso, seguro, de una mujer, acaso, seguro, de la madre de aquel niño que no pudo resistir unas hambres y unos cansancios quizá de semanas mientras su hijo desvalido, siguiendo los designios que le marcó la Naturaleza, chupaba y c hupaba de los flácidos pecos exhaustos de su madre, de aquella mujer que desfalleció para pasar a ser alimento ahora ya de unos cuervos que con seguridad le venían siguiendo desde tiempo atrás, adivinando su irremediable final. Cuando acaben la singular pitanza, esos cuervos que siguen también los dictados de su naturaleza, no se alejaran demasiado porque aquel niño que nos mira sin vernos y alimenta ya a un enjambre de moscas, pasará a constituir un apetitoso postre para las aves carroñeras que ya casi han dado cuenta del cuerpo de su madre.
Nosotros desde el lado de acá, mientras tanto, también somos instrumentos de esa naturaleza salvaje e implacable y nos aprovechamos de todo lo que podemos y tan sólo, desde nuestro alto eslabón en la cadena del desarrollo, lamentamos , durante segundos, tan desigualdad.
miércoles, 11 de junio de 2008
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2 comentarios:
Qué razón tiene..., estoy deseando hacer algo, pero algo bueno como esa madre que gracias a esos pechos flácidos se entregó por entero a su hijo a el AMOR sin dudadarlo, y por Amor entregó su vida. Así quiero ser yo, no dudar y entregarme por Amor, por Amor a ese niño que sin ser mi hijo le siento como tal y siento en mí su sufrimiento, siento un grito de dolor silencioso que se une al dolor de esa madre y ese niño. No, no quiero pertenecer a ese parte de la humanidad que vive en una falsa naturaleza salvaje desde este lado de la ventana ( cuervos conscientes espectantes alimentándonos despúes del lamento durante unos segundos, ),Sí yo quiero pertenecer a esa humanidad buena que se alimenta de AMOR siempre gratuito entregado como esa mujer a todos. Gracias a ti mujer porque sin vernos sin conocernos nos has enseñado a todos cómo es y en qué consiste la Verdadera Vida
Ante tanta calidad tanto en el post como en los comentarios, prefiero no desentonar y simplemente daros la enhorabuena
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